La casa es magnífica, el trato de los propietarios y encargada es exquisito, la alberca es un atractivo necesario pero... las altas temperaturas (inusuales en la fecha en la que fuimos, según los vecinos), unidas al acceso solo posible andando por una senda estrecha nos chafaron un poco la estancia. A la casa hay que ir con mochila, no con maleta, porque no puedes subir el coche a ningún punto cercano, y te toca llevarlo todo a mano.
El pueblo es lo que esperaba: un pueblo diminuto, con los bares suficientes como para no aburrirte y con un entorno propio de las comunidades del norte de España.
La gente es amable y abierta, con ganas de contar y que les cuentes, y el poder beber todos los días agua de manantial no tiene precio. Al poco de estar allí se te olvida si el acceso es más o menos complicado o cualquier otra circunstancia. Aunque, desde luego, haremos caso a otros viajeros y al dueño y volveremos en otoño o invierno, para poder dormir con las ventanas cerradas y en silencio absoluto: resulta que, como la acústica del valle es tan perfecta si duermes con las ventanas abiertas oyes absolutamente todo lo que se habla en la plaza del pueblo.